Me he quemado el pelo dos veces en mi vida (de momento).

Ambas en el extranjero. Y puede que con alguna copa de más. No sé si tendrá alguna correlación.

La primera vez fue en un viaje en bici por Holanda. Una noche, entramos – éramos un grupo numeroso – en un pub bohemio. Con rollo. Era acogedor, con luz tenue y techos altos custodiados por vastas columnas, cristaleras, telas de terciopelo y palmeras. Me acerqué con un amigo a la barra a pedir una copa. Mi voz es suave – inaudible –así que la camarera no me escuchó. Se lo volví a repetir, impostando el tono todo lo posible. Nada. Me incliné más aún sobre la barra para gritar la comanda. Pero el que gritó fue mi amigo, al tiempo que se abalanzaba sobre mi melena palmeándola de manera exagerada, aparatosa. No me dio tiempo a asustarme  – o quizás mi capacidad de reacción estaba algo…anestesiada. Resulta que la barra del pub estaba llena de velas. Excelente. Mi amigo, con los ojos desorbitados y una mueca entre la diversión y la incredulidad consiguió apagar las llamas de mi pelo y evitar un desastre capilar mayor.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, alguien del grupo preguntó: ¿oye, a vosotros no os olió a gallina quemada en el pub de anoche?

La segunda vez ocurrió durante un viaje de trabajo a Alemania. De esos serios, corporativos, tediosos, fríos, interminables. Después de la maratón de reuniones, fuimos a un local con intención – fracasada- de chill out ibicenco a tomar una copa. Muchos de los allí presentes eran colegas desde antes de que yo siquiera hubiera pasado al instituto. Así que en un ramalazo de nostalgia no compartida decidí inmortalizar el momento. Les pedí que se arrejuntasen. Hice una foto. Otra. Otra más. El plano que tenía cogido no era bueno. Me incliné hacia atrás. Otra foto. Un poco más hacia atrás. Y entonces…un grito con mi nombre. Y el mismo olor a pollo quemado. Déjà vu. Mi pelo se había prendido con la vela que había en la mesita de atrás.

Tantos años dejándomelo crecer para que en cuestión de unos segundos desapareciese ante mis ojos.

Como tantas otras cosas en la vida.

Alguno pensará que después de esto le cogí tirria – o al menos respeto – a las velas.

Nada más lejos de la realidad.

Mi afición por las velas va in crescendo.

***

Como ocurre siempre que algo capta mi atención, siento la imperiosa necesidad de conocer su origen. De dónde ha salido. Por qué. Cuándo. Dónde. Quién. El periodismo – de guerra – es una de mis vocaciones frustradas.  He pensado que he acabado justo en lo contrario, pero luego recuerdo que hago comunicación en un entorno corporativo. Periodismo, guerra. Comunicación, empresa. Tampoco están tan alejados.

Volviendo al tema que nos ocupa, la invención de las velas se atribuye a los egipcios en los siglos XIII y XIV a.C., que usaban ramas embarradas con sebo de buey o cordero (apuesto a que esto olía incluso peor que mi pelo quemado). Los romanos, a partir del 500 a.C. fabricaban velas de sebo por inmersión. En la India, se usaba cera de canela, y en el Tíbet, manteca de yak.

Las velas tal y como las conocemos hoy en día comenzaron a elaborarse en la Edad Media (puntazo para una de mis épocas históricas preferidas). Se empezaron produciendo con sebo y cera de abeja, hasta que en el siglo XVIII algún iluminado decidió probar con espermaceti de cachalote – esto se pone cada vez más interesante – y funcionó. Las velas eran más luminosas y el olor más agradable.

Huelga decir que su uso principal ha sido el iluminativo. Aunque se han dado casos – aislados – de ingesta. Y es que fareros británicos y soldados han tenido que tirar de ellas (de las de sebo) en situaciones de emergencia.

En 1850, con el descubrimiento del petróleo, se comenzaron a fabricar con parafina. Y así, hasta ahora.

La principal innovación – por llamarlo de algún modo –  desde entonces ha llegado del sector de la decoración de interiores, espoleado probablemente por el concepto danés de hygge (no tiene traducción, pero abarca tanto la filosofía de disfrutar del momento como un estado de ánimo acogedor, íntimo, confortable). Curiosamente, la popularidad del hygge ha quedado reducida a la materialización de un estilo decorativo “muy de Instagram” basado en tonos neutros y mantas mulliditas. Y velas.

Estas velas suelen ser relativamente grandes. Van en vaso de cristal. Con una pegatina entre cuca y elegante y un diseño entre minimalista y zen. Tienen el plus incorporado de la aromaterapia: las hay de aceite esencial de nardo y jazmín, de tabaco y sándalo, de almizcle, de café negro, de camelia, vainilla, verbena y hasta con “olor a abrazo” (sic). Oscilan entre los veinte y los ochenta euros. Lo que es el marketing.

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Decoración y culto religioso. Son los usos habituales de las velas hoy en día – aunque es cierto que en las iglesias son cada vez más frecuentes las velas “electrónicas”.

Antes de cristianismo, paganismo. Antiguamente, las velas se usaban en rituales e invocaciones como portadoras del elemento fuego, considerado sagrado por su poder y asociación a la supervivencia.

También se han empleado en artes adivinatorias a través de la interpretación de la llama (licnomancia) y de las formas resultantes al caer las gotas de cera sobre el agua (ceromancia).

Se siguen usando para pedir deseos. En función del área objeto de deseo, se escoge un color u otro: naranja para la creatividad, amarillo para el dinero y bienes materiales,  blanco para la purificación, rojo para la sensualidad y el amor.

De hecho, la tradición de soplar las velas de cumpleaños viene de la Antigua Grecia, donde se ofrecían dulces con forma redonda a Artemisa, diosa de la caza, la Luna y la virginidad. Se colocaba una vela encima de cada uno de ellos, y la llama se apagaba de un soplido pidiendo un deseo. Se consideraba que el humo resultante transportaría el mensaje con el deseo hasta Artemisa. Con el cristianismo esta costumbre cayó en el olvido (pues los cristianos conmemoraban la muerte de los santos en lugar de su nacimiento). Más adelante, el establecimiento de la Navidad – nacimiento de Cristo – como festividad relevante, sacudió la mala reputación de soplar velas.

***

Las velas enmarcan objetos a capricho; silencian rincones. Como escribió Anna Frank “una vela puede tanto desafiar como definir la oscuridad”.

Las velas crean una atmósfera cálida, envolvente, misteriosa.  Son un requiebro de sofisticación hasta en las estancias más anodinas.

Algo así como los pendientes vintage heredados de tu bisabuela. O un rouge de Chanel. Es la rectificación elegante de lo mundano. La pincelada de distinción en lo trivial.

Las velas tienen el poder de transformar. De hipnotizar.

Son presencia tibia, callada, sugestiva.

Dan mientras se consumen.

Se crecen en la adversidad.

Capturan pensamientos.

Seducen el juicio.

Comparten su luz

sin dejar de brillar.

Encienden antorchas,

avivan la madera,

y prenden melenas,

con el arte y disimulo,

del mejor truhan.

Un comentario en “Velas”

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