La primera receta que aprendí a preparar, aun siendo niña, fueron las crêpes. Lo único es que no era una receta en sentido estricto– absolutamente todo se echa a ojo – ni tampoco una crêpe. Era la interpretación familiar de su versión rusa – los blini – que tienen más contundencia que sus homólogos franceses.

Blini: de la aristocracia al fast food

En casa siempre ha sido un plato muy de celebración. Y es que la cantidad de tiempo empleada en cocinar algo es directamente proporcional al carácter festivo del plato. Cuando visité Rusia y vi que había franquicias donde los blini se servían como fast food, casi me explota la cabeza.

Los solíamos comer rellenos de carne, bien prietos, pasados por la sartén con mantequilla, y un buen porrón de smetana (crème fraîche en Francia) que no es otra cosa que nata fresca con un ligero punto agrio y tan densa que se agarra a la cuchara y no cae ni aunque hagas aspavientos.

Durante el reinado de Pedro el Grande (1682 – 1725) la influencia de la cultura francesa en la nobleza rusa fue enorme. El posterior exilio de millares de aristócratas franceses a Rusia a causa de la Revolución Francesa (1789) intensificó el fenómeno.

Esto, y el hecho de que en tiempos los blini  fueran considerados un lujo (aún hoy se siguen acompañando de caviar según la receta del príncipe Demidov) me hizo pensar que fueron los franceses los que los pusieron de moda entre la upper class rusa (como en teoría ocurrió con la ensaladilla rusa).

Bien de caviar y smetana

Globalización absoluta

Pero resulta que no. Parece que el tema viene de antes. Lo cierto es que me hubiera encantado trazar una cronología histórica de las crêpes, pero la evidencia de que existen literalmente en todas partes – y en diferentes versiones –  lo convierte en una labor un tanto ardua. Y ambiciosa. Bien es cierto que tengo cierta inclinación hacia las causas perdidas. Así que lo apuntaré como posible proyecto para cuando tenga tiempo (ja ja).

Podría haber hablado de las filloas gallegas (en cuya masa a veces se sustituye la leche por sangre de cerdo) o de los appams indios (de arroz y leche de coco), pero en una muestra de estrechez y economía mental, me limitaré a hablar de crêpes y blinis. Punto.

Crêpes y blini: historia de un accidente

Tras una breve pero intensa investigación  – inspirada sin duda por las cañas del aperitivo del sábado – he llegado a varias – sesudas – conclusiones. A saber:

El vestigio más antiguo se encuentra en el estómago de Ötzi (el famoso hombre de hielo descubierto en cumbres alpinas unos 5.300 años después de morir). Y ahora, que me expliquen a mí cómo saben los investigadores que eso fueron tortitas. O mejor no. Creo que podré vivir con la duda.

En las Antiguas Grecia y Roma ya existían unas tortitas hechas de harina de trigo, aceite de oliva, miel y leche cuajada (¿existe algo en lo que no fueranpioneros?).

La leyenda cuenta que en la Edad Media, un viajero hambriento en algún lugar de la Rusia actual calentó kissel de avena (una bebida densa hecha de avena fermentada en agua). Durante el proceso se distrajo con la broma de un amigo y dejó que la masa se tostase al calor del fuego. Y así, el primer blin vio la luz. Los blini se extendieron por Europa llegando a cruzar el Atlántico en el siglo XIX de la mano de los judíos rusos que emigraron a América.

La versión francesa de la leyenda  – la más popular – también tiene que ver con un accidente. Cuántos grandes inventos gastronómicos son fruto de un olvido, un despiste o la mera torpeza (me vienen a la cabeza el champagne y el brownie, ambos de origen francés, por cierto). Y no sólo a gastronomía se limita el fenómeno, pero eso ya me da para otra de esas investigaciones que igual dejo para la jubilación. Volviendo al tema que nos ocupa,  un ama de casa de la Bretaña francesa – región al noroeste del país conocida por la lluvia y la sidra – se encontraba preparando porridge allá por el siglo XIII. Para ello usó harina de trigo sarraceno, introducida en la región el siglo anterior. Algo debió de pasar – el berrinche de un bebé, una alarma de invasión enemiga –  porque la papilla se le derramó en una plancha caliente. Le dio la vuelta para despegarla y voilá! Habemus crêpe. Desconozco la pinta que tendría el asunto, pero está claro que se lo comió. Estaba la época como para desperdiciar comida. Realmente, a las crêpes de trigo sarraceno de esta región se las conoce como galette bretonne, y se sirven con queso, jamón y huevo,  presentadas dobladitas como un sobre.

Por más accidentes así

El negocio de un cliché

Total, que los franceses han usado la herramienta de marketing que mejor conocen para saber vender el invento: el cliché.

En los albores de mi juventud viajé a París para visitar a una amiga que estudiaba allí. Viví esa semana un poco como un artista bohemio (por estar rodeada de arte, no por producirlo). También por pasar horas paseando por las calles sin rumbo fijo (ni dinero). Así que los puestecitos callejeros de crêpes se convirtieron en una parada indispensable. Puro hidrato, grasa y el subidón de azúcar ocasional, humeante y a un módico precio (para ser París, quiero decir).

Una noche decidimos arreglarnos y darnos un homenaje. En un arranque de originalidad cenamos en una creperie cercana. Tenía tablones de madera desgastada de color azul, luz tenue, lámparas viejas y mesas descoordinadas. Extremadamente cerca las unas de las otras, por cierto. Ya entonces – época pre-pandemia – me pareció exagerado. Pero es París. Y hay que optimizar espacio.

Pedimos una crêpe cada una. Y un vaso de vino. Nos salió a 15 euros por cabeza. Aparte del susto, experimenté una revelación. Un momento ajá, que digo yo. Cobrar más de 10 euros por una amalgama de harina y agua – con cosas por encima, vale – debe de dejar un buen margen de beneficio. Mis engranajes mentales, ya algo condicionados por unos meses de Administración de Empresas, se pusieron en marcha. Y me visualicé siendo la fundadora y CEO de una enorme cadena de franquicias internacional de crêpes.

Quedó en agua de borrajas, por supuesto.

Mis comienzos como CEO todopoderosa

Tributo al Sol

Las crêpes y blini se han institucionalizado. Y su existencia se conmemora con diferentes fiestas oficiales a lo largo y ancho del planeta. En Francia es cada 2 de febrero y se conoce como  La Chandeleur (el retorno de la luz) porque la crêpe, al asemejarse a un sol, recuerda que pronto acabará el invierno (muy hartos deben de estar del frío si celebran el inminente comienzo de primavera nada más inaugurar febrero). Irónicamente, en Rusia son más pacientes y celebran su Maslenitsa (la “semana de la mantequilla”, no me puede gustar más) a principios de marzo. Y también se apoyan en la analogía del blin con el sol. Analogía que por cierto ya fui capaz de establecer de niña cuando le daba la vuelta a una tortita tostada un punto más de lo necesario y aparecía ese tono dorado inconfundible.

En Inglaterra, Irlanda, Canadá y Australia festejan el Pancake Day el martes anterior al miércoles de Ceniza. Una de las cosas que me llamó la atención en Inglaterra es que tomaban las pancakes (que son más gruesas que las crêpes y blini) con azúcar y limón. De hecho, a veces usaban un pequeño limón de plástico del Tesco con un pitorro que disparaba un líquido ácido fortificado (¿?). Mira que me gusta el limón pero esto nunca tuve valor de probarlo. Me daba apuro desperdiciar un pancake salpicándolo de zumo atómico.

Crêpes y blini como símbolo de libertad gastrómica

Las crêpes y blini se me antojan un lienzo en blanco que admite cualquier pintura: mermelada, Nutella (mmm), salmón, miel, queso de cabra, espárragos, espinacas, aguacate, queso de cabra, pollo, ratatouille, helado, setas, bechamel, dulce de leche. Me da la sensación de que, al contrario de lo que ocurre por ejemplo con la pizza, no han sido canonizadas por ninguna doctrina purista. Como si vivieran fuera de la ley.  Y las cartas de muchas creperies dan fe de ello…

No sé si es muy de Instagram, o es que el nuevo algoritmo me tiene calada y me sugiere contenido adaptado a mis gustos, psicología y estrato demográfico. El caso es que veo tortitas. Muchas.

Hay una composición en particular que me parece el culmen de la #pornfood (y la paciencia): la tarta mille crêpe, que como dice su nombre son mil crêpes (o casi), una encima de otra, con crema intercalada en medio. Otra receta francesa es la crêpe Suzette (otro accidente, yo no digo nada) con ralladura de piel de naranja y licor (normalmente Grand Marnier) que se flambea a la hora de servir. Algo que se me antoja fascinante y viejuno a partes iguales. Otras crêpes bautizadas en honor a alguna mujer son la Georgette (a base de piña fresca), la Simone (con mazapán, cerezas confitadas y licor de cerezas), y la Yvonne (Pasta de cacao, mazapán y chocolate).

Y la Crêpe Olya. ¿Pa´ cuándo?

Hay un dicho en ruso que es ПЕРВЫЙ БЛИН КОМОМ, que significa “el primer blin, para los osos” (en eslavo antiguo) pero también “el primer blin sale grumoso” (en ruso moderno). Una coincidencia que el lenguaje haya evolucionado de tal modo que el sentido final sea el mismo: la primera tortita siempre sale mal. Doy fe.

Pero sola la primera.

El resto, son un sol.

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