Escribo estas palabras en pleno confinamiento. Lo cual no sería reseñable si no fuera porque este fin de semana podría haber estado en Cerdeña. Bebiendo mirto. Comiendo risotto frutti di mari. Caramelizándome al sol.
Google me lo restriega. Gracias alerta de Google. Instagram también. La agencia de viajes me envía el correo electrónico semanal de rigor pidiendo paciencia y comprensión. Me recuerdan que #estamosjuntosenesto. Bueno. De acuerdo.
Y encerrada en mi habitación de adolescencia, me sorprendo pensando en que echo de menos los aeropuertos. Sí. El madrugón para la espera. La vulnerabilidad de descalzarte y asistir a la disección de tu maleta. El café a precio de champagne. Y el champagne a precio de riñón. Los ingleses con la juerga ya empezada. Los nuevos papás sin ganas de juerga. La luz al final del túnel de los duty free. La competencia desleal por los enchufes.
En su momento pensé que esta inclinación ciertamente cuestionable manaba de la anticipación. Como los perros de Pavlov, que babean nada más escuchar la campana que anuncia la comida. Es la promesa de algo. De un amanecer, un encuentro, un paisaje, una fotografía, un tren, un desayuno, un libro, una anécdota, un olor.
Pero disfruto del tiempo de tránsito hasta cuando mi destino es la sala de reuniones de un bloque de cemento y cristal de la tundra industrial alemana. Con la habitación de hotel dos plantas más arriba. En febrero.
Y me sigue gustando después de que dos hombretones del servicio de seguridad del aeropuerto de Stansted me sacaran de un vuelo y abandonaran a mi suerte (por cuestiones que no vienen al caso) cuando aún era una pipiola.
Y de que me cancelaran el vuelo a Madeira para celebrar el cumpleaños de mi hermana. Y le perdieran la maleta. Y nos gritasen (vale, grité yo primero).
Y de pagar por el exceso de equipaje de mano. De despedidas temporales que sabes serán definitivas. De perder un avión por no haber mirado bien la hora. O no haberla mirado, más bien. De pasar horas con un colega de trabajo que te cae mal. O que no te cae, por soso, que no sé qué es peor. De sentirte morir por la resaca. De pasar la noche en el aeropuerto, con el frío, las obras, y el tipo que ameniza la velada a golpe de reggaetón. De buscar un enfermero. O una silla de ruedas. Lo que sea. De tener hambre y no desayunar porque por ocho euros como en El Encuentro.
Es obvio que no soy cliente VIP ni tengo acceso preferente. A nada. No paso las horas previas al embarque escuchando a Chopin mientras me masajean los pies, Martini en mano. Tampoco he conocido al amor de mi vida en un aeropuerto. Ni he vivido una aventura de altos vuelos (no he podido evitarlo) con un desconocido amparados por el anonimato de lo efímero. Ni siquiera he hecho amigos. Ni uno.
Y sí. Me siguen gustando los aeropuertos. En serio.

Supongo que todo se reduce a la sensación de tránsito, de temporalidad. A la amalgama de personas que no pueden ser más dispares. Difieren en origen, gusto, dieta. En carácter, estilo, experiencias. En filosofía, inclinaciones, creencias.
Un aeropuerto es el espacio donde más personas distintas hay por metro cuadrado. No hay patrón. No hay factor predictivo. Es la Torre de Babel. El súmmum del mestizaje. La cacofonía mundana. El combinado de humanidad. Y una muestra aleatoria muy completa y apta para realizar un estudio psicológico. Comen, beben, escuchan música, ríen, hablan por teléfono, cambian pañales, leen, trabajan, discuten, duermen, roncan, besan, charlan, se cuelan en el baño alegando urgencia. O esperan y convierten la urgencia en desastre.
Los rostros dejan traslucir estrés, excitación, cansancio, tristeza. Y los chándales, indiferencia.
Imposible saber si el ensimismamiento se debe al germen de un nuevo proyecto. A la evaluación de un traslado. Un coche nuevo. Una sorpresa. Una mentira piadosa. O no tanto. Una propuesta. Un viaje. Un accidente. Una compra. Una declaración. O un desengaño.
Pequeñas intimidades imaginadas para el espectador. Grandes vivencias para el protagonista.
Y el aeropuerto, el mejor escenario.