Quienes me conocen saben que tiendo a romantizar cualquier elemento del pasado caído en desuso. Mi interés crece de manera directamente proporcional a la antigüedad del elemento en cuestión, y a su vínculo con la delincuencia, el misterio o la prohibición.
También tengo cierta inclinación por todo lo que tenga un carácter eminentemente masculino. De ahí que la mafia calabresa, los exploradores del siglo XVIII, la producción de bourbon, el periodismo de guerra, el boxeo, las Cruzadas, la masonería y Hemingway me resulten fascinantes.
Y por extensión, las petacas.
Una historia turbulenta
Compañera inseparable de soldados, aventureros e incluso papas – como Pio XII, que al parecer la usaba por motivos médicos – la petaca ha evolucionado desde la rudimentaria vejiga animal de la Edad de Piedra al elegante recipiente de acero inoxidable que conocemos hoy en día.
Aunque en la Edad Media se dio una suerte de producción en masa a partir de moldes para satisfacer la demanda de los peregrinos – que portaban agua y aceite- su forma y uso actual no se popularizó hasta el siglo XVIII. Lo hizo de la mano de alta burguesía terrateniente inglesa, siempre tan ducha en dotar de funcionalidad y refinamiento al bebercio.
A principios del siglo XIX, los masones produjeron petacas para que los miembros pudiesen traer su propio licor a las reuniones de la Logia. Algunas siguen circulando en el mercado de segunda mano, por cierto. Por unos cincuenta mil euros puede hacerse con una.
Sobra explicar por qué en la primera mitad del siglo XX los principales usuarios eran los soldados, que las llamaban “pistolas de bolsillo” y al tapón “tapa de bayoneta”. Como tampoco sorprende que durante la Prohibición de los años 20 en Estados Unidos se consolidase como el recurso perfecto para sortearla.
Manual de uso
Lo que más me atrae de las petacas es esa voluptuosidad discreta y metálica dispuesta a adaptarse a cualquier curva de tu cuerpo.
Cualquiera.
Haga la prueba si no. Y me cuenta.
En un concierto de Aerosmith hace un par de años mi hermana y yo colamos cuatro petacas. Una en cada pecho. Pagar mega precios por minis de cerveza no es lo nuestro.
Bien es cierto que violamos la primera ley de uso de la petaca: rellenarla de alcohol duro. Nosotras optamos por Licor 43.
Un atentado contra la elegancia, la tradición, las buenas formas y seguro que muchas cosas más. Pero las miradas de indisimulada admiración que suscitamos a nuestro alrededor lo compensan. Y a mí, que me quiten lo bailao.
Whiskey, bourbon, ron, ginebra y brandy son, según los expertos – me pregunto cómo se convierte uno en experto en esta materia -, los elixires perfectos para atesorar en una petaca. El cognac y el armagnac se aceptan. La única excepción a la regla podría ser un Porto envejecido. Pero sólo si es bueno. Y se acompaña de un cigarro.
Desde la Gentelman´s Gazette – una de mis publicaciones de cabecera – nos dan algunas pautas de etiqueta: beberse el contenido de la petaca en el mismo día en que se rellena pero no llevarla con el propósito último de emborracharse; llevarla a bodas o cualquier celebración privada en la que sospeche que no vaya a encontrar su licor favorito pero no a funerales, misas, vuelos, entrevistas o instituciones gubernamentales; ofrecer a los amigos cada vez que se abra para darle un sorbo pero no convertirla en una marca personal. En cualquier caso, recomiendan estar preparado para sentirse juzgado.
Objeto de deseo
En el pódium de la codicia coleccionista encontramos las petacas masónicas – de cristal y con profusos relieves simbólicos – y las de plata. Al igual que un maestre marcaría la piedra en la Edad Media, muchas petacas se grababan con símbolos únicos para otorgarles un carácter exclusivo. Me pregunto si la tendencia de estampar las iniciales personales en bolsos y relojes de casas de moda top viene de aquí.
Por mi parte, he iniciado mi colección a una edad relativamente temprana. Me especializo en petacas lisas de acero inoxidable. De Amazon. En oferta.
La petaca hoy en día
Mi primer contacto – indirecto – con una petaca fue a los siete años.
Estaba en la estación de tren central de Bucarest. Un hombre delgado de barba cana y mirada perdida se sacó de entre su capas de ropa beige una petaca forrada en cuero marrón con los bordes oscuros por el desgaste.
Tomó un sorbo.
A continuación, se orinó encima.
Una imagen que se me ha quedado grabada a fuego. Y que resulta bastante acorde a los personajes oscuros e inestables a los que siempre se han asociado las petacas.
Por suerte, una vez más el cine ha contribuido a convertir un acto denostado en algo glamuroso y seductor.
Para muestra, una imagen:

Gracias, guapo.
Este blog se supera con cada nuevo artículo que publica. Gracias.