A veces la vida pone en tu camino señales, patrones, reiteraciones, símbolos. O una suerte de sincronicidades, que diría Carl Jung.

En los últimos meses no paro de ver máscaras.

Primero, en la exposición del Thyssen “Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna”. Luego, en los carnavales – virtuales – de este año. Seguidamente, y por casualidad, leo sobre el Black & White Ball organizado por Truman Capote en el Plaza Hotel de Nueva York en 1966. Invitados ilustres – ellas con máscara blanca; ellos, negra – mucho champagne y comida basura con halo gourmet en lo que se ha llamado la fiesta del siglo. Y yo, me entero ahora.

Mia Farrow y Frank Sinatra en el Black & White Ball

También están las máscaras de Eyes Wide Shot. Y en el último libro que me he leído – El viajero del siglo, de Andrés Neuman – donde de manera paralela a la pasión de los protagonistas en una onírica ciudad alemana del siglo XIX, un misterioso hombre con capa y máscara veneciana ataca a mujeres con el toque de queda de cada noche. Incluso sueño que estoy con mi hermana – cómo no –en casa de unos conocidos tomando unas hierbas de efectos, digamos, potentes. Todos llevábamos máscara.

Realmente las máscaras han ido apareciendo, pero no les he dado importancia hasta que no he sido yo la que las ha hecho aparecer. Esta semana, cuando preparaba un brief para la grabación de imágenes de recurso genéricas en exteriores, la primera idea que plasmé fue: “Figurantes haciendo cosas normales (ejem: tomar un café, pasear), pero todos ellos con una máscara → la cara que presentamos al mundo, creencias limitantes, el ego, actuar de acuerdo a patrones sociales aprendidos”.

Una reacción racional desecharía este desfile de máscaras como un mero sesgo cognitivo, pero una mente sedienta de dotar de misticismo a cualquier experiencia mundana, como la mía, investigaría teorías conspiratorias y anaqueles de simbología hasta dar con una explicación con el toque justo de extravagancia para resultar seductora pero también creíble y además concordante con mis circunstancias actuales. No sé si se debe a mi condición de Cáncer (ergo lunática) o a mi herencia rusa  – ah el alma rusa – pero encuentro fascinante explicar tirando de lo inexplicable.

Durante muchos años mi parte analítica rechazó esta naturaleza, pero Einsten me ayudó a reconciliarme con ella:

La experiencia más hermosa que podemos tener es el misterio. Es la emoción fundamental que se posa en la cuna de la verdad y de la ciencia verdadera. Quien no la conoce y no se puede maravillar vale tanto como un muerto, y tiene los ojos ensombrecidos”.

Albert Einstein

Pensamiento analítico y creatividad. Racionalidad y enigma emocional. Lo evidente y lo oculto. Creo que pueden coexistir. No sé si en una paz perenne – quiero pensar que sí –  pero sí en una dulce tregua.

Una posterior investigación rápida sobre las máscaras confirmó lo que simbolicé de manera intuitiva en el brief al querer enmascarar a todos los figurantes. La máscara es la dualidad entre nuestra verdadera esencia y el ego, es la dicotomía entre lo que somos y lo que mostramos, la división entre lo visible y lo invisible. Es la fragmentación de nuestra personalidad en identidades múltiples que en un ejercicio de adaptación polifacética e instinto de supervivencia nos ayudan a navegar las aguas de las convenciones sociales para sortear nuestro mayor temor: no ser aceptados.

“Una máscara dice mucho más que un rostro, y el hombre es pequeño cuando habla en primera persona; dale una máscara y dirá la verdad”.

Oscar Wilde

La máscara también es refugio. Refugio de nuestras pulsiones primitivas, de nuestros instintos más básicos, de nuestros deseos más animales, de nuestras pasiones más bajas, de nuestros rasgos más turbios, de nuestros sentimientos más impuros.

Es inherente a nuestra condición humana. Es uno de esos arquetipos colectivos que se encuentran a través de las culturas y de los tiempos: las máscaras funerarias de Egipto, las máscaras del teatro griego, las máscaras del carnaval, las máscaras de los rituales iniciáticos, las máscaras de Semana Santa. Son, por utilizar la expresión de Claude Lévi-Strauss de su Les voies des masques, una “estructura latente” que adopta un estilo para cada mito, para cada gesto social, para cada contingencia. Es un símbolo ritual, pero también estético. Y mama de raíces ancestrales, de fuentes telúricas.

El entierro de la sardina, de Goya

Las máscaras son camaleónicas en su estética, pero también en su propósito. Ya pueden ser objeto de rituales religiosos como vehículo de prácticas libertinas. Uno de los juegos sociales más clarificadores del siglo XVIII – los carnavales venecianos – no se podría entender sin las máscaras. Un periodo de abstinencia, contención y restricción sólo se puede inaugurar con un monumental atracón gastronómico y sexual. Finge para poder sacar tu verdadero yo. Sé quién jamás te dejaremos ser – pero sólo por una noche. Desata tus impulsos, deja salir esa fuerza, esa voluptuosidad primigenia, desquítate. Y aquí no ha pasado nada.

Metamorfosis, juegos de transferencia, rostros fingidos. Lo inexplicable, lo oculto, lo primitivo. La fuerza mayor.

Me vienen a la cabeza las máscaras picudas de aspecto siniestro – máscaras de cuervo –  que usaban los médicos durante la peste bubónica que azotó Europa en el XVII. Quedaron como símbolo de una era, como parece que las mascarillas quirúrgicas lo serán de la nuestra.

Quizás sea pronto para analizar su impacto en la psicología colectiva  – aunque ya hay algunos estudios al respecto – pero lo que sí sé es que muchos han encontrado un alivio culpable por su uso. Alivio por la capacidad de ocultar una sonrisa sarcástica, una imperfección en la piel, una mueca de desprecio.

 Añádele unas gafas de sol, y te vuelves inescrutable.

Ahí lo dejo.

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