Los quesos curados lo son cada vez menos.
La normativa en Francia es más laxa. Y se la saltan más.
Los quesos se bañan en el mar. También se afinan con cerveza. O vino. Y con buen queso y mejor vino, más corto se hace el camino.
El queso de Burgos es rentable. Mucha agua, poca curación.
Hacer queso es un ejercicio de liderazgo y motivación; al fin y al cabo, tienes un equipo de microbios trabajando para ti. Para entregarse a la tarea también hay que ser un romántico empedernido (Anthony Bourdain dixit).
El queso es rico en triptófano. El triptófano es la sustancia necesaria para producir serotonina. La serotonina es la hormona responsable del buen estado de ánimo. Ergo, el queso es felicidad.
La corteza del queso se come. Si es natural, claro. A menos que le guste la amalgama de cera y conservante à la pintura.
Si quiere quedar bien: tosta de pan rústico con peras confitadas a fuego lento en mantequilla y Oporto, lascas de queso azul y nueces. De nada.
Parmesano no es lo mismo que parmiggiano.
El queso pesado, y el pan liviano.
Los españoles comemos muy poco queso. En el podio están los griegos.
Un litro de leche de oveja produce casi el doble de queso que un litro de leche de vaca.

Como algunas de las cosas (y personas) más interesantes, el queso fue creado por accidente. Y parece que existe desde antes del lenguaje escrito. Cuestión de prioridades.
El hábitat natural del queso es la cueva.
A más curación, menos lactosa. Lo menciono por los intolerantes. A la lactosa.
El mejor método para conservar el queso es comérselo. Inmediatamente. Si por algún extraño motivo esto no es posible, conservar en sitio fresco en papel encerado o papel de horno. En su defecto, envolver en papel film sin apretar en exceso.
Las batallas por las denominaciones de origen pueden llegar a ser encarnizadas. Por si no tiene a mano ninguna novela bélica.
Se puede hacer queso de cualquier leche. De alce. De burra de los Balcanes (el más caro, por cierto). De yak. De camello. Y sí. De leche materna también.
Los poetas han guardado un misterioso silencio sobre la cuestión del queso (Gilbert K. Chesterston). De hecho, parece que el único guiño literario nos llega del gastrónomo Jean Anthelme Brillat-Savarin: “Un postre sin queso es como una doncella hermosa, pero tuerta”. No lo entiendo. Si se fijan, el queso se describe en términos voluptuosos. Y el 68%* de las imágenes etiquetadas bajo el hashtag #foodporn contienen algún tipo de queso. Potencial hay.
La tendencia de hazlo-tú-mismo-en-el-garaje al estilo Silicon Valley también ha llegado al mundo de los quesos.
El queso se puede escuchar.
El queso industrial no es necesariamente peor. Pero es industrial.
Los asiáticos apenas consumen queso. Parece que no poseen la enzima necesaria para digerir la lactosa. Pero ahí tienen a los japoneses. Llevándose reconocimientos con su Sakura (flor de cerezo). Premios internacionales. En Suiza.
En Cerdeña, en cambio, apuestan por la intensidad con el Casu marzu, conocido por estar infestado de larvas de mosca.
Los quesos hechos con cuajo vegetal (en lugar de animal) huelen peor. Y los elaborados a partir de leche cruda tienen más carácter.
Durante la digestión de la caseína presente en el queso, se liberan sustancias opiáceas que causan efectos similares al de drogas como la morfina o la heroína (lo dice la Universidad de Michigan). Obviando su carácter adictivo, quedémonos con que el queso calma, relaja, nos hace sentir bien y nos ayuda a dormir.
Tan necesario en la coyuntura actual.
Y siempre.
*estimación subjetiva