Siempre he pensado que en casa teníamos obsesión con la música. Hay altavoces en el salón, la cocina, el despacho, las habitaciones, el baño. Altavoces hechos por mi padre. Por amor al arte. Escuchamos música cuando cocinamos, charlamos, comemos, pensamos, limpiamos, trabajamos, estudiamos. Cada acción, por mundana que sea, ha tenido banda sonora. Desde mi infancia. De bebé mi padre me ponía a Chris Rea, Queen, Pink Floyd y Eros Ramazzotti. Un eclecticismo que ha dejado impronta en mí. Y no sólo en la música.
He volado a otros países por un directo. He bajado a las catacumbas de garitos extraños para ver estallar en sus paredes la autenticidad del blues. He bailado, saltado, reído, llorado por una voz. He comprado discos y vinilos. He pedido prestadas listas de reproducción. He visto las tripas de un órgano. He intentado tocar el ukelele. El piano. Y las castañuelas. He ahondado en emociones – sobre todo las más bajas – con las notas más desgarradoras. He hablado con desconocidos que no hablaban mi idioma. Tengo un par de cascos en cada bolso. Tengo mis himnos de “antes de salir”, en una versión edulcorada del arquetipo del héroe preparándose para su viaje. Y tengo canciones capaces de transportarme a momentos, a sentimientos, a olores.
Pensaba que vengo de una familia con obsesión por la música.
Entonces, leí sobre la Antigua Grecia. Y palidecí.
Lo de ellos ya son palabras mayores. La elevan a un nivel estratosférico. Y nunca mejor dicho. Porque los antiguos griegos atribuían música al sonido de los planetas desplazándose por el universo, como si éstos estuviesen creando una gran guitarra universal. Pitágoras descubrió las relaciones aritméticas de la escala musical y dedujo que la belleza musical se debía a la absoluta perfección de los números. Habló de la “la armonía de las esferas” y de cómo las ecuaciones matemáticas que rigen el universo, con todos sus planetas y estrellas en consonancia, podían ser plasmadas en una partitura, con sus proporciones e intervalos, creando música. Sostuvo que los astros cantan una melodía inmortal y perfecta- la “música de las esferas” – que se representa como una danza cósmica en ese gran teatro que es el Universo.

La pregunta aquí se hace inevitable: “¿por qué no podemos escuchar la música de las esferas?”. Pitágoras acude en nuestra respuesta:
«Desde que llegamos al mundo, estos sonidos siempre están presentes, nunca cesan, por lo tanto, es imposible diferenciarlos del silencio…nacemos con ellos».
Pitágoras
Música perfecta. Omnipresente. Abrumadora. Pero imperceptible para nuestros limitados sentidos.
Cuántas veces una persona, un gesto, un destello, una sonrisa, una nota habrán quedado encapsulados en la perfección más absoluta, rodeándonos, acariciándonos, cortejándonos. Y fuimos incapaces de verlo.
Parece que Platón bebió de la matemática celestial de Pitágoras. Aunque fue un paso más allá y la elevó a pilar clave en la formación pedagógica por afectar al “ethos” (conducta, costumbre, carácter, personalidad, sistema de creencias). Solo unos estilos de música muy específicos podían promover la inteligencia, la valentía y la autodisciplina, y por tanto, resultar beneficiosos para el “ethos”. Advirtió que otros tipos de música podían llevar a una degradación irremediable de los estándares de la civilización, la corrupción de la juventud y en última instancia, la anarquía y la barbarie.
Y yo no puedo sino acordarme de cuando en los albores de mi adolescencia mi madre se horrorizaba porque escuchaba “música depravada”. Estoy segura de que Platón hubiera respaldado su espanto.
Los Antiguos Griegos consideraban la música la base de la comprensión de la interconexión fundamental de todas las cosas en el Universo. Este concepto de conectividad es lo que llamaron armonía – que viene de la Diosa Harmonía, y se refiere a ‘acuerdo, concordancia, ajustarse, conectarse’.
Por eso, todas las disciplinas (Historia, Comedia, Poesía, Canto, Himnos, Poesía Épica, Danza, Astronomía y Tragedia) se estudiaban a través de un único medio: la música.
Estas disciplinas eran consideradas “búsquedas creativas” y se reconocían como los sellos distintivos de la civilización. Cada una estaba regida por una musa. No es coincidencia que la palabra «música» provenga de «musa» (en su origen las musas eran las divinidades inspiradoras de la música, aunque más tarde se extrapoló a la poesía y resto de las artes).
El atractivo simbólico de la “teoría de las cuerdas” fue tan grande que ha removido hasta a científicos contemporáneos como Newton, que consideró su descubrimiento más fundamental – el de la ley de gravitación universal – como una mera explicitación de lo que ya contenían las leyes de la armonía pitagórica.
También ha tocado las artes. Los planetas, del compositor Gustav Holst, es un ejemplo muy representativo.
Y el inicio del último acto del Mercader de Venecia de Shakespeare, no puede resultar más elocuente:
¡Cuán dulcemente duerme el claro de luna sobre ese bancal de césped! Vamos a sentarnos allí y dejemos los acordes de la música que se deslicen en nuestros oídos. La dulce tranquilidad y la noche convienen a los acentos de la suave armonía. Siéntate, Jessica. ¡Mira cómo la bóveda del firmamento está tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente! No hay ni el más pequeño de esos globos que contemplas que con sus movimientos no produzca una angelical melodía que concierte con las voces de los querubines de ojos eternamente jóvenes. Las almas inmortales tienen en ella una música así; pero hasta que cae esta envoltura de barroque las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos escucharla. […] El hombre que no tiene música en sí, ni se emociona con la armonía de los dulces sonidos, es apto para las traiciones, las estratagemas y las malignidades; los movimientos de su alma son sordos como la noche y sus sentimientos tenebrosos como el Erebo. No os fiéis jamás de un hombre así. Escuchad la música.
Quizás nos esté vedada tanta belleza.
Pero al menos, podemos acariciar el concepto de su existencia.
Dedicado a Nats. Ella sabe.