En Bachillerato tuve una profesora de lengua y literatura que se llamaba Montse. Llevaba el teléfono móvil colgado de una cinta al cuello. Se notaba que fue muy atractiva. Nos contó que su marido también, pero que estaba envejeciendo mal. Se le caía el pelo, había cogido peso, se estaba volviendo quejica. La ley del buen vino le había rehuido.
A Montse le iba la vida intensa. Nos relataba anécdotas pasadas, viajes, canciones, casualidades, audacias, tonterías. Sobre ella. Sobre los autores del temario. Le gustaba Juan Marsé.
Montse fue de esas mujeres que cautivan de un modo combativo. Era apasionada, audaz, aguda. A veces nos dejaba con la intriga. Otras, remataba con su cara de pilla. Y yo, que en el albor de la pubertad me consideraba liberal, cuando escuchaba sus historias me sentía como las niñas de la Casa de Bernarda Alba.
Cuando eres adolescente, no te cuadra que un profesor haya tenido una vida salvaje antes de consagrarse a la enseñanza. Aventura y LOGSE. Antagonía. El instituto se antoja rendición sin guerra. Derrota sin batalla.
Un día nos habló del concepto de obsesión. Aplaudiéndolo. Y echándonos en cara, a nosotros, las nuevas generaciones, que no nos obsesionábamos con nada.
En su época – nos contaba – cuando te gustaba algo, te gustaba de verdad.
Lo investigabas. Lo experimentabas. Lo consumías. Te consumía. Lo vivías.
Lo hacías para llegar hasta el final. Pero nunca parabas. Porque cuanto más sabías, más crecía lo que te faltaba por saber.
Me he acordado muchas veces de mi profesora Montse y su alegato en defensa de la obsesión. Porque me he dado cuenta de que yo misma he empezado a admirar secretamente a las personas que han encontrado ese algo que les gusta. Y que cuando lo descubren, se entregan. No lo llamo pasión porque para muchos es una quimera. Y su búsqueda, una fuente de frustración.
Cuando era pequeña, recortaba de periódicos y revistas todas las referencias a descubrimientos de momias o dinosaurios. Elaboré mi propia teoría sobre cómo resucitarlos – a los dinosaurios. También recopilé evidencias de que los vampiros, en verdad, existen. Lo leí todo sobre Vlad Tepes El Empalador (el antecedente e inspiración de Bram Stoker para Drácula). Estas eran mis tres obsesiones: dinosaurios, momias, vampiros. Y las guardaba en una caja como si fuera el tesoro de Moctezuma.
Hoy, tengo setenta y tres pestañas abiertas en el navegador del teléfono móvil – artículos pendientes de la coyuntura ideal para una lectura que seguramente nunca llegará. Antes, cambiaré de móvil. Hay siete libros empezados en mi mesilla de noche – sobre las temáticas más improbables – y otros tanto cogiendo polvo esperando su momento. Mi lista de podcasts archivados como favoritos en Spotify asusta. Tengo una suscripción a Masterclass, donde puedes aprender de todo de la mano de los mejores a nivel mundial – desde cocina italiana moderna con el tres veces estrellado Massimo Bottura, hasta diseño y arquitectura con Frank Gehry pasando por actuación con Natalie Portman.
Todo está en Amazon. En Netflix. En Google. En Instagram.
Vivimos en una accesibilidad inmediata, asequible, infinita.
Nos lanzamos de una cosa a otra de manera superficial. Saltamos por los nenúfares del lago sin mojarnos jamás.
Demasiado estímulo, quizás, para una capacidad de concentración menguante.
O un síntoma más de FOMO (Fear Of Missing Out; miedo a perdernos algo). Si un fenómeno se bautiza con siglas, y encima suena bien, pasa a tener entidad. Mal asunto.
Cada día es un banquete. Una opulencia de recursos, atracciones, sugerencias. ¿Qué haces si no tienes suficiente saque estomacal? Pinchar un pequeño bocado de cada plato. Algo así como los menús degustación de los restaurantes de alta cocina. Y las apps de citas.
El periodista Ted Simon era un loco de las motos. Y de viajar. Así que en el 73 dio la vuelta al mundo en su Triumph.
El escritor Haruki Murakami se aficionó a correr. Ahondó, y de paso, escribió “De qué hablo cuando hablo de correr”.
El fotógrafo Thomas Laird se sintió atrapado por el Tíbet. Y su arte. Así que pasó diez años fotografiando los murales de sus templos budistas. Y su trabajo acabó firmado por el Dalai Lama.
El emprendedor Tim Ferris decidió aprender a bailar. Y en seis meses, se clasificó para las semifinales del campeonato mundial de tango.
A mi abuelo le gustaban las abejas. Y los peces. Toda la vida tuvo acuarios. Y panales.
A mi hermana, pintar. Y no ha dejado de hacerlo desde que era pequeña.
A mi madre le gustan las flores. Compra variedades únicas que sólo existen online. Y a veces tardan meses en llegar. A mi tía, también. Hace poco creó su propio hemerocallis (aún no he conseguido entender cómo).
A mi padre le gusta la escultura. Y cuando regresé a casa por el confinamiento, me sorprendió con una. De un dinosaurio.
A este tipo de cosas me refiero.
La entrega a una micro obsesión es un acto de fe. Una búsqueda de placer sin otro sentido más allá del mero hedonismo. No parte del ansia de reconocimiento, éxito o beneficio – aunque a menudo acaba llegando como efecto colateral.
Es energía sin necesidad de justificación. Es fuerza que brota de dentro y nos abre las puertas al vergel del presente. Es sumergirse en algo por el deleite del momento. No existe el ego. Sólo el ahora.
Todo un acto de rebeldía en un mundo en el que se premia la productividad, el progreso, la meta.
Alimentar el fuego de una obsesión es una pequeña ceremonia de sublevación particular.
“Los desesperanzados no se rebelan, porque la revolución es un acto de esperanza” – Kropotkin.
Que sea la esperanza la que incite tu revolución;
la obsesión la que abrase tu ego,
y prenda la mecha del arrebato,
del delirio, del sueño, de la fantasía,
del realismo de una utopía,
de la intuición de algo superior.